
Puro espectáculo lo que pudimos ver el pasado sábado en Wembley, el teatro del fútbol, un estadio que sólo se usa para las grandes citas. Para los grandes partidos. Y la final de la Champions era sin duda uno de estos eventos, un encuentro entre los dos, probablemente mejores equipos del mundo. Y no por sus jugadores de altísimo nivel, sino más bien por su manera de ver el fútbol. Alegre, dinámica, vistosa, y muchos otros adjetivos que se nos podrían ocurrir para definir a estos dos conjuntos. No obstante, lo visto el sábado fue, en mi opinión, uno de los partidos más espectacules de los últimos tiempos. Fue un regalo divino poder gozar, ya sea en el campo o a través del televisor, de un partido tan bello y tan emotivo. Un partido en el que el Barcelona dio una lección al Manchester, un partido en el que sólo existió un equipo y en el que se impuso el mejor conjunto, ahora ya sí por favor, de la historia del fútbol. Fue una burrada lo que vivimos todos los espectadores a lo largo de los noventa minutos, pocas veces se ve a un equipo, en una final de la Champions, seguir atacando con todo el arsenal pese a ir ganando por la mínima. No se cansan de ganar, quieren más. Pero más que un premio al fútbol de ataque y de calidad fue un premio a una filosofía, a un modo de ver el fútbol. Un premio a un grupo de chicos que ni se drogan, ni se tiran, simplemente juegan a fútbol. Un premio a un equipo que juega al fútbol de maravilla y que entiende este deporte como pocos. Un grupo de amigos que se entienden como si fueran hermanos y que tienen detalles como el de dejar levantar el trofeo a Abidal.
Felicidades Barça, y gracias por días como estos en que todos, culés o no, agradecen poder ver partidos como éste. Y habrá quien aún se preguntara el porqué, y sin más habrá que decirle que, simplemente, son los mejores.
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